lunes, 26 de octubre de 2009

El General Por: Pablo Méndez






Los BMW ahuyentaban los vehículos como depredadores, y el general observó como la ringlera de mansiones que bordean la quinta avenida trotaban en sentido contrario.
Los escoltas agitaban brazos para hacer indetenible el tráfico, entretanto, las maquinas germanas devoraban en un santiamén los trechos de ruta adecuando la armadura de su blindaje sobre un acolchonado de aire—Lastima que no son rusos—comentó el general a su chofer, haciendo estallar un mar de carcajadas que fueron estranguladas cuando un subterráneo traspuesto al río les tragó de bocado, pero de golpe, la caravana se transformó en erizos con púas de fusiles AK.
Una explosión de resplandores desnudó la salida del corredor, y el general determinó ser el momento idóneo para echar un vistazo a los documentos del día, mientras los coches invadieron la calle Calzada, al tiempo que los neumáticos comprimieron un derrame albañal que asaltó con una chorreada de excrementos a un transeúnte.
…— ¡No quiero otro Yeltsin pediatra, ni reproducciones de Forrest Gump!—…pensó el general tras echar un vistazo al compactado de páginas donde le recomendaban más cambios en la decoración del gabinete, y alzó la vista para retrotraerse nuevamente con aquellas batallas guerrilleras que adornaron sus charreteras con más estrellas que los generales mambises, descorrió arrugas para mostrar una sonrisa, y no advirtió la proximidad de una multitud estirando filas para comprar huevos.
Los automóviles treparon por la calle Paseo, tras una zigzagueada cerca del frontis de un hotel en ruinas, y continuaron espantando carros por todo su itinerario, hasta que asomó la plaza de la revolución, y el general abandonó su fortaleza motorizada para penetrar en un bunker rodeado de pretorianos verdes.
Antes de pasar al despacho, el general con un ademán de su mano comunicó al ayudante—que no quería escuchar ni la cagada de un pájaro—se sentó al buró, desplegó el amontonamiento de papeles, y oprimió el botón del intercomunicador para hacer un encargo materializado al instante. Tomó la botella que apresaba un líquido transparente, la giró hasta aflorar su etiquetado, y suspiró tras contemplar el blasón heráldico con el águila bicéfala, hizo saltar la virginidad del frasco y rebosó con el brebaje un vaso.
Luego de saborear un trago, se incorporó para repantigarse en el sofá, miró los rostros de sendos pigmeos de ébano que custodian un estante, y le invadió la necesidad de rememorar nuevamente sus hazañas guerrilleras, accionó el interruptor y se zambulló en la oscuridad, puesto que como militar y jefe de estado también cumpliría estrictamente la ordenanza de ahorrar energía, cerró los ojos después de dispararse otro cañangazo porque de nuevo retornó a su memoria el olor de pólvora y las palmas de la Sierra Maestra.

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