lunes, 13 de septiembre de 2010

El arcángel vestido de verde olivo


Por: Pablo Méndez

Corría la segunda mitad de los 80, ya se había destimbalado Chernóbil, la Glasnov desarropaba las montañas de cacas de la cúpula soviética a través de la revista Sputnik, entretanto, Radio Martí con sus articularios de Cuba sin Censura” centraba los debates en los centros de trabajo, donde a hurtadillas, machacábamos las informaciones que durante décadas nos ocultó el régimen comunista—por cierto—inmerso en aquel contexto, llegó el día de mi cumpleaños, y por iniciativa de mi esposa desatamos un modesto “fetecún” en casa de una pareja de amigos, comprando; ron, limones, hielo, un poco de azúcar, al tiempo que una doble-casetera reproducía música contemporánea. De la misma manera nuestra inversión se trasmutó en alegría y andanadas de Daiquiris, hasta que la botella tocó fondo, y los hombres resolvimos ir por otra, nos precipitamos escaleras abajo hasta que se esfumaron los escalones, se explayó la calle Factoría con su tufo alquitranado, y simultáneamente el cañonazo de las nueve punteó nuestra arrancada con destino a la Casa de los Vinos. Al llegar, nos apoyamos en la barra para demandar el servicio del bar-man, y de súbito, fuimos abordados por un capitán del ejército que después de darse un cañangazo, se mostró muy comunicativo con nosotros.
— ¡Eeeeh! ¿Y ustedes pueden beber con uniforme?—le preguntó con extrañeza mi amigo, y él elevó los hombros abatió la cabeza para echar un vistazo a sus charreteras, y le contestó:
— ¡Esto es una mier…!
—Ufffff— nos miramos, y exteriorizamos desconfianza, por tanto, y mediante el ejercicio de una contraseña, tomamos la resolución de “embarajarle el tiro”, pero nuestro interlocutor volvió a acodarse en una esquina del tablero sin manifestar resquemores por nuestro cambio de actitud, y soslayó la mirada para musitarnos:
—Es que… me voy a morir—El bar-man colocó la botella sobre la barra, pagamos el importe, y yo la descorché para brindarle un trago como gesto de reparación, sin embargo, el capitán con un ademán calmoso rechazó mi oferta.
— ¿Por qué te vas a morir?—Le pregunté, y desabrochó su camisa para revelarnos un torso similar a una colchoneta atiborrada de costuras, y hoyos cicatrizados.
— Allá en Angola me descoj… los riñones…—profirió, y tras espantarse lo que le que quedaba del trago, le indicó al dependiente que le sirviera otro. Mi amigo palpó mi hombro para recordarme que las jevas nos esperaban, y yo le rogué que me concediera unos minutos.
— ¿Cómo te metieron esos plomazos?
—Fueron los Cuachas
— ¿Los Cuachas?
—Sí, la gente de la UNITA—Después de mojarse la boca con otro cañangazo, el hombre nos relató como cayeron en una emboscada, y les mataron a un compañero—Pero no sólo eso…Los muy cabrones, cargaron con el cadáver le cortaron la cabeza, y la arrojaron en el camino como señuelo para que le siguieran el rastro, entretanto, el mando superior ordenó rescatar el cuerpo del soldado caído… Entonces, seguimos tras ellos, y de la misma manera reaparecían como espectros para tirotearnos, al tiempo que continuaban desmembrando sus pedazos para arrojarlos en un sendero que se hacía perceptible por el reguero de sangre, y cuya estrategia nos precisó a desplegarnos por los lugares más proclives a que nos atacaran, y en la refriega nos mataron 5 hombres, y yo salvé el pellejo, no sé ni cómo…
—… ¡Coño, que hijos de puta son esos negros¡—exclamó mi amigo.
— ¡Hijos de puta fuimos nosotros, que invadimos su país!—contestó el capitán, y con un brusco ademán concluyó la tertulia para recordarnos que nuestras jevas nos esperaban. Salimos a la calle, y antes de despedirnos, aferró sus manazas en nuestros hombros, y nos aconsejó con presteza:
—“Por ningún concepto acepten ir a Angola”— luego se volteó, y dando tumbos usurpó el medio de la calle al tiempo que la oscuridad de Jesús María se lo tragó de bocado.
Después de aquel cumpleaños, transitaron varios meses, y yo sonreía entusiasmado con la noticia que mi hija ya nadaba como un guajacón en el útero de mi esposa—pero mi regocijo se fue a pique—cuando un aguafiestas del comité militar irrumpió en el umbral de nuestra casa portando un citatorio. Asimismo en fecha señalada concurrí al sótano de un edificio de 12 plantas emplazado en la calle “20 de Mayo”, al llegar, me adentré en la profundidad de la galería donde una docena de jóvenes convocados se repantigaban en los bancos, y al acercarme, un ex-compañero de secundaria saltó del asiento tan pronto me reconoció, y enseguida nos abrazamos y rompió un diálogo donde nos actualizamos mutuamente del camino recorrido desde aquellos tiempos, cuando los anocheceres nos sorprendían dando brincos para meter rebotes en una canasta de básquetbol.
Trascurrido un cuarto de hora después de mi llegada, asomó un Mayor, llamó al primero, y tras varios minutos el joven retornó al pasillo trayendo unos documentos. Enseguida uno de los presentes inquirió— ¿para qué?—él respondió haciendo un avioncito con la mano, y el referido gesto produjo un estallido de murmuraciones, al tiempo mi amigo me comentó: —“Estoy obligado a montarme en el avión, puesto que de lo contrario me archivarán un papelón en el expediente, y no podré levantar cabeza por el resto de mi vida”—sin embargo, yo permanecí en silencio para no echar comidilla a los chivatientes que se escurren por todas partes.
En un santiamén escuché mi nombre, y cuando asomé por el cubículo, ya el Mayor me esperaba. Me invitó a sentarme; nos saludamos, y con prontitud desarropó una rutilante peineta de dientes blancos para preguntarme por la familia; el trabajo, la casa, y el copón divino, después insistió varias veces en conocer si yo tenía habilidad para reparar equipos de radio—le reiteré que no—y también le manifesté mi impaciencia para que fuera al grano.
— ¿Está dispuesto a cumplir una misión internacionalista?
— ¡No!— el Mayor escondió la peineta de dientes tras un zipper de labios
— ¿Tiene algún problema familiar?
—No.
—Entonces, ¿cuál es el inconveniente?
— Ninguno, simple y llanamente ustedes no me están convocando para defender a mi patria, sino para hacer la guerra en otro país, por tanto, le sugiero que no pierda más su tiempo que mi respuesta es no.
Me incorporé, abrí la puerta, me despedí de mi amigo por última vez. Años más tarde regresó envasado en un cofre de madera y su vacío afectó tanto a su progenitora que de golpe perdió la razón—y según me contaron—hoy por hoy deambula por las calles enfrascada en una envoltura de diálogos consigo misma, y yo, reconozco que mi vida cambió, y me convertí en un renegado incapaz de progresar en cualquier institución estatal—¡claro está!—avalado por las consecuencias de tal estigma, pero de cierto modo adquirí la fuerza moral para criticar las guerras—vengan de donde vengan—porque en carne propia sufrí la angustia de integrar la nómina de los excluidos por oponerme a invadir otros pueblos y establecer en ellos regímenes totalitarios a imagen y semejanza del nuestro.
El tiempo ha pasado—ya soy un cincuentón—y este último día de mi cumpleaños fui al teatro, me acomodé en la platea y me dispuse a recibir el regalo de mi hija que consistía en dedicarme su actuación. Mi esposa estrechó mi mano, y cuando “la niña” empezó a cantar, la tensión emocional contrajo de tal modo nuestros dedos al punto de fundir nuestras carnes en un solo amasijo—porque desde su nacimiento—la familia que fundamos se ha mantenido unida tanto en la desventura, como en la bienaventuranza —y todo gracias a Dios—y por qué no también, a aquel arcángel vestido de verde olivo que exactamente 22 años atrás, me regaló un consejo y luego se esfumó para siempre en la oscuridad de Jesús María.

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