lunes, 9 de agosto de 2010

El club de los monstruos


Por: Pablo Méndez
Cuando el presidente Harry Truman fue puesto al corriente de que el asalto a Japón por vía convencional cobraría más de 100 mil vidas, solicitó a todos los presentes que le dejaran solo, tomó asiento, y se dispuso a analizar su sentencia—por un lado—el país enemigo se encontraba dominado por una casta de militares que se negaba a rendirse, y los soldados nipones—por naturaleza guerrera—ya habían demostrado en los arrecifes de Guadalcanal que eran capaces de empuñar granadas, e inmolarse para provocar una carnicería entre la soldadesca estadounidense.
No obstante, la unión americana gracias a sus científicos ya poseía un arma con un poder destructivo capaz de doblegar al contrario, y su uso podría precisar a Hirohito a la rendición incondicional—a mi juicio— supongo que el presidente Truman tras varios instantes de meditación, paseó su perspectiva por los arabescos de la techumbre, y en sus imaginas elucubró un circo romano donde el pueblo norteamericano enaltecía sus pulgares para salvar la vida de sus hijos.
Entonces, tras una prudencial reflexión, el mandatario asió su estilográfica y plasmó su decisión de lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, y seguidamente sendos B-29 despegaron para bombardear la nación asiática con la espeluznante bola de fuego—e ipso facto—el Japón depuso las armas y el telón de la segunda guerra mundial se precipitó para anunciar el fin, entretanto, los principales cabecillas del militarismo japonés efectuaron haraquiri para no enfrentar los tribunales, mientras la población estadounidense destapó un abrumador apoyo a la decisión tomada por la Casa Blanca—sin embargo—tras el desenlace, se subsiguieron innumerables veredictos a contracorriente, que calificaron el hecho como genocidio, alarde armamentístico, y estigmatizaron a Truman como uno de los verdugos más cruentos del siglo XX.
Años más tarde, la anti-democracia también se hizo del arma nuclear, se inició la guerra fría, y las fronteras del comunismo comenzaron a expansionarse por el Asia, pero también se propagaron los misiles de la OTAN, que pronto enfilaron sus picachos hacia la URSS desde su vecina Turquía. Asimismo el cenáculo del Polit-buro encabezado por Jruchov convino hacer un emplazamiento de misiles en los lindes de EE UU—y efectivamente—la angostica Cuba calificó como el lugar más idóneo para sus propósitos, a lo que también se sumó como ingrediente más enjundioso para su guiso, el desenfreno anti yanqui del joven y carismático Fidel Castro, factores que apuntaban a garantizarles el éxito.
La operación recibió el beneplácito del comando de la entonces naciente revolución cubana, pero la pronta localización del ensamblaje de los emplazamientos por parte de los servicios de inteligencia de EE UU provocó el estallido de la llamada “Crisis de los misiles” cuyo blanco de mayor exposición a la cohetería norteamericana sin dudas fue la isla caribeña—por cierto—los impulsos de Castro también dejarían boquiabiertos a los rusos, cuando solicitó “dar el primer golpe nuclear”, y en su furor desmedido ofreció en sacrificio a su nación, cuyas muchedumbres acéfalas ya clamaban en las calles el achicharramiento del mundo, sin embargo, el regaño político de Moscú no se hizo esperar, Fidel fue excluido de las negociaciones, tildado de irresponsable, y al mismo tiempo, se le consideró incapaz de apreciar que tras la ignición de un misil nuclear los únicos sobrevivientes del holocausto serian las cucarachas y los escorpiones. No obstante, a pesar del mal entendido, la lealtad de Castro sería premiada por la cúpula soviética, y con prontitud se le llamó a Moscú, le brindaron un recibimiento épico, lo condecoraron con la orden de Lenin, la estrella de héroe—y con tales chapitas—sosegaron el desboque de sus pasiones, igualmente como premio adjunto, la superpotencia apoyaría económicamente a su régimen—pero tras bambalinas—la operación tramada por la jerarquía soviética obtuvo la calificación de brillante, aunque el arsenal de la entonces URSS era insuficiente para clamar a viva voz la paridad nuclear con EE UU—pero al menos— con su artimaña los rusos lograron desmontar los misiles norteamericanos de las rampas turcas—y por supuesto—Fidel Castro resultó ser la marioneta que garantizó la consumación de tal propósito.
Casi una veintena de años más tarde, Ron Reagan se sentaba en el despacho oval con nuevas ideas y una marcada intención de ultimar el capitulo de la guerra fría. Entretanto, la URSS, no conformándose con la supremacía convencional en Europa (sus tanques en cuestión de días podían mojar sus esteras en las playas de Normandía) alteró el equilibrio estratégico en el viejo continente con la instalación de una ringlera de misiles SS-20 en su borde oriental, sin embargo—ante la revelación—el puño democrático procedió a equilibrar las fuerzas nucleares con múltiples emplazamientos de misiles Pershing, y Cruceros en las parcelas de la OTAN, sin embargo, las multitudes de pacificadores salieron a las calles para rechazar la instalación de la cohetería occidental, aunque contradictoriamente las ojivas que apuntaban hacia sus cabezas estaban orientadas desde territorio soviético.
A pesar de ello, el presidente Reagan, hizo aún más enfática su opinión de cubrir los cielos con un paraguas antimisil, cuya solución a titulo personal, era considerada como la más segura—incluso—también para la URSS, puesto que los servicios de inteligencia ya habían alertado a ambos gobiernos sobre el peligro inminente de que el armamento nuclear pudiera caer en manos terroristas gracias a la propagación del dominio del átomo—por tanto—su proyecto nombrado “Iniciativa de Defensa Estratégica”, entronizó los puntos de su agenda en la cumbre de Reikiavik, e implícitamente, también destapó su intención de compartir con su contraparte Mijaíl Gorbachov la citada tecnología—pero la cruda realidad apuntaba directo al pulmón—puesto que economía de la superpotencia comunista, ya estaba en banca rota, por tanto, si EE UU materializaba tal propósito, simple y llanamente el Oso Soviético quedaría con el fondillo al aire.
Gracias al predominio de la defensa sobre la ofensiva concluyó la guerra fría—y a pesar de que han pasado más de 20 años—hoy por hoy, la iniciativa de Ron Reagan, apunta como la solución más fiable ante la amenaza nuclear—por cierto—el “IDA evolucionó hacia el actual “Escudo Antimisil” cuya protección sólo favorece a los reductos demarcados por la OTAN.
El hecho de que en el mundo actual coexistamos con una fauna de irresponsables como el presidente iraní Ahmadinejah, un consumado anti norteamericano que en su etapa estudiantil participó en el asalto a la embajada de EE UU en Teherán, donde también tomaron como rehenes a sus diplomáticos. Un Kim Jong Il., heredero de la monarquía totalitaria que oprime una nación donde sus habitantes llegan a la mayoría de edad sin conocer la mantequilla, o un Fidel Castro con la cavatina continuadora de su hermano Raúl, dos embalsamientos que en 1962—a ultranza— entregaron nuestro territorio como rampa de lanzamiento para que los cohetes rusos estuvieran prestos a volarle las cabezas a los habitantes de New York, hace que muchos razonen y justifiquen la vigilancia—y si es necesaria—la opción militar para inhibir sus arranques.
En Hiroshima—este 6 de agosto—cerca del epicentro de la detonación de la primera bomba nuclear, y a la hora en punto del 65 aniversario de aquel bombardeo que marcó el final de la segunda guerra mundial, millares de convocados guardaron un minuto de silencio franqueados por las ruinas del tremebundo evento—y a pesar de los pesares—el Japón de hoy, se enaltece como una nación de cultura y economía floreciente, gracias a la pujanza de su tesón laboral, y el abandono de las apetencias guerreristas de sus ancestros.
Pero mientras observaba las imágenes a través de mi telerreceptor, la conductora que narraba los pormenores del ceremonial, comentó, que el único sobreviviente norteamericano de las tripulaciones de los B-29 que ejecutaron los bombardeos aquellas mañanas de 1945, había declarado ante los medios—“Que si se repetían las mismas circunstancias habría hecho lo mismo”— además—según la fuente—tampoco mostró remordimiento por su proceder, muy a pesar de las miríadas de muertes súbitas cobradas por la bola de fuego. Entretanto, otro unitario sobreviviente, el señor Fidel Castro, integrante del elenco protagonista de la llamada “Crisis de los Misiles de 1962”, cuyo desenfreno exacerbó el riesgo de una hecatombe atómica, abogó por la—“eliminación de toda las armas nucleares, incluyendo los arsenales convencionales”—salvo—que tampoco evidenció arrepentimiento por aquellos impulsos de hace 48 años—cuya reluctancia histórica—aún lo mantiene liderando el Club de los Monstruos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario