lunes, 2 de noviembre de 2009

Jardín Por:Pablo Méndez




El mar se introducía por las grietas, y resonaba un gluc, gluc que asustaba a la niña Bárbara. Asimismo el jardín se poblaba de mariposas; los pinzones ascendían por entre las ramas, las torcazas se posaban en su hombro, las hormigas acarreaban cadáveres de grillos, las lagartijas corrían por doquier. Al caer chaparrones las aguas circulaban por los senderos y se imponía cruzar sobre puentes. Podía avistarse la bandera de un castillo elevado sobre un promontorio, y algunas veces, el jardín se volvía malo y atacaba con sus raíces las cimentaciones del palacete, encajándose en el hormigón para invadir las cabillas o hacer saltar los revoques de las paredes…
Dulce María Loynaz—laureada con el Cervantes—describía así su Jardín novelesco, en cuyas paginas trasmutó sus vivencias pueriles a su alter ego Bárbara, la niña de nombre rígido que en la adultez retornó al santuario para hallar sólo ruinas embebidas entre los ramajes.
Los sobrevivientes de la familia Sañudo, rama materna de Dulce María, decidieron asentarse en esta hectárea tras ser victimados por ladrones en su mansión del Cerro, acontecimiento que conmovió la opinión pública de la época. Dicha estirpe de abolengo a su vez propietaria de cuantiosos bienes y raíces, erigieron el proyecto del inmueble, procurando que los accesos a sus habitaciones fueran precedidos por las moradas de su servidumbre a manera de resguardo contra las arremetidas de los delincuentes. Pronto sus predios se multiplicaron con otras edificaciones al tiempo de comenzar a urbanizarse la barriada del Vedado en 1902, y en ese páramo costero repletado con exuberante floresta, corretearon Dulce María, y sus tres hermanos.
Del mismo modo en 1930 revoloteaban los pinzones tras ser espantados por las carcajadas de Federico García Lorca después de alojarse en la estancia como huésped de los Loynaz, Entretanto en sus aposentos, el intelectual mártir otorgó vida con su estilográfica a sus creaciones de Yerma y El Público.
Años más tarde, estrechaban sus manos por entre las ensortijas de las verjas, Dulce María y Pablo Álvarez de Cañas, la noche cuando ella franqueó la avenida, descolgó el auricular del traga monedas, y le preguntó: ¿aún te quieres casar conmigo? Pablo, (inmortalizado en la novela Fe de Vida) se chifló de amor por ella, tras leer una nota de la poetisa enviada a un amigo que fungía como director de una revista donde publicaban sus artículos. Aquel romance no correspondido, a causa de hallarse Dulce María casada con su primo Enrique de Quesada y Loynaz, se dilató por varios años, pero los encuentros y diálogos narrados en la novela sólo podrían ser comparables con escenas shespereanas.
Tras contraer nupcias, Dulce María abandonó la estancia para trasladarse a la casa de Pablo ubicada en calles E y 19, donde moró hasta su muerte en 1997, Mientras tanto, el resto de su familia continuó habitando la quinta, y fueron muriendo hasta que el ultimo de ellos, Carlos Manuel, (le llamaban el loco) falleció, y la servidumbre se mantuvo ocupando la instalación, al tiempo que otros individuos siguieron poblándola hasta convertirla en una ciudadela.
Hoy por hoy, la antigua mansión da cobijo a un total de 42 personas repartidas en 17 núcleos que desafían la potencial caída de las techumbres sobre sus cabezas. Los jardines se han convertido en herbazales, algunas cercas dividen dominios, y sus muros perimetrales se inclinan con peligro de desplome.
Me comentaba un amigo, en el momento de fotografiar los contornos del conjunto arquitectónico, que si remozaran este lugar, de seguro sería el mejor sitio para emplazar la sede de la UNEAC—Y le otorgo la razón—Si el Jardín amado de Dulce María recobrara su savia, mas su impronta cultural, exacerbarían las imaginas creativas de nuestros artistas al circular por sus vergeles. Tal vez elucubrarían los ojos de Oppiano Licario dislocándose por entre los matojos repletos de lagartijas amarillas como lo hubiera narrado Lezama, o quizás, Electra Garrigó degustaría una fruta bomba tomada de sus plantíos como lo concibió en su obra el dramaturgo Virgilio Piñera—Quién sabe—Lo cierto es que en la actualidad, la sede de nuestros intelectuales ocupa un caserón de la misma barriada cuyo propietario se ahorcó cuando el gobierno revolucionario expropió sus bienes. Además, en el tablado de su teatro el poeta Heberto Padilla aterrado por la seguridad del estado fue forzado a retractarse de sus ideales frente a las atónitas miradas de sus colegas.
Si en alguna ocasión te hallaras en las inmediaciones de la calle Línea y 14, te invito a recorrer el perímetro de hectárea donde se asentó el Jardín. Estoy convencido que reflexionaras con justeza.

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