lunes, 16 de noviembre de 2009

Un personaje inolvidable, a lo Reader´s Digest Por: Pablo Méndez

Murete donde algunos tertulianos nos sentamos a debatir temas candentes de la realidad cubana Saboteado en varias ocasiones con grafitis pro-gobiernos; vertimientos de basura, y derrames de aceite. Aquí conocimos a María Antonia.


María Antonia ya está con Dios. Y su entelequia reaparece en mi memoria apuntalada con el bastón que suplía el encorvado de sus piernas.
La conocí durante una escala que hizo, mientras tertuliábamos en un atardecer otoñal y confieso que tuvo el poder de cautivarnos de un solo flashazo puesto que transpiraba un chusco cubaneo capaz de magnetizar a cualquier oyente. Entretanto, con su voz de mezzosoprano ejecutaba un dialogo tan firme que por abrumadora mayoría ganó un escaño sobre las asperezas de nuestro paraninfo callejero.
Reconozco que disfruté el entablado de su conversación, y con frecuencia vuelvo a rebobinar sus narraciones para no olvidarlas. Un día se volvió de súbito, y me inquirió: — Pablo ¿Te acuerdas del americano que se orinó en la efigie de Martí?—Pues cuando viajé a New York para visitar a mi hermana, lo primero que hicimos fue subirnos al subway 1. Nos escurrimos por entre el tumultuario de pasajeros que se arremolinan en Battery Station. Después abordamos el ferry hasta Liberty Island. Al desembarcarnos en el muelle apuramos cinco Pepsi-Cola hasta ver el fondo de la botella, después trepamos las escaleras que se elevan por el interior de la Estatua de la Libertad, y cuando advertimos el primer recoveco nos agazapamos en él para subirnos las sayas, bajar las bragas, y soltar la meada más grande de nuestras vidas. Luego chocamos las palmas con un sonoro— ¡entra!— ¡ya estamos a mano con los americanos!— ¡Una, a una!— Aquel día me entusiasmaron sus vivencias, y me recompensó con un serpenteo turístico, por: Fort Clinton; Center Park, Empire State, Tiffany, Broadway, y Time Squard.
Era asidua oyente de Radio Progreso, le daba “cuero” a perpetuidad a Rosillo con las grabaciones de Pedro Vargas (de quien se consideraba una encarnizada fan), y muchas veces entonaba canciones integrando dúos con sus contemporáneos—para reflotar los años cincuenta—envueltos en una nostalgia tri-dimensionada con el tintineo de los Canada-dry tonic revueltos con Bacardy; el cimbrado de las escupideras, las bramadas del Marqués de Comillas entrando por el Morro, la magia de los lumínicos, cuyos colores policromaban calles repletadas de automóviles, más los transeúntes que curioseaban las vidrieras de los Ten Cents. Entonces, los luncheros rebanaron panes, los puestos de fritas despidieron el aroma de la mostaza, las victrolas mordieron discos para linchar el silencio con sus altavoces, y el cocinero del grupo dispuso de una cacerola de arroz con Frijoles Kirby, más un sazonado de “ropa vieja”, acompañado con varias botellas de Cristal, Hatuey, Polar, Materva, Royal Crown, y justo en ese instante un joven exclamó: — ¡ Ñooo puro! ¿Es verdad qué la Habana era así?—Y noto que la imagen de María Antonia, se vuelve a aneblar. La llamo pero no me responde. Me parece que la historia, la cubanía se me escapa, y regreso a la realidad tan pronto confirmo la veracidad de mis conversaciones con la pantalla del ordenador—como alega mi esposa— y sonrío, para resignarme a su despedida.

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