lunes, 1 de marzo de 2010

Y Jesús llegó con bata blanca


Por: Pablo Méndez

Tras exponerse a una ventisca Lucrecia sufrió un espasmo facial. Al instante, hijo y nuera no lo pensaron dos veces, con apuro la trasladaron al Instituto de Neurología localizado en las calles D y 29 del Vedado. Al llegar, franquearon la recepción y salieron a un corredor en cuya desembocadura se hallaba el cuerpo de urgencias, al irrumpir en el recinto se encontraron con un grupo de practicantes que saltaron de sus sillas para informarles que tal departamento estaba clausurado. A la sazón Lucrecia y familia quedaron pasmados y preguntaron: — ¿Cómo es posible qué no hayan médicos de guardia?—y los muchachos respondieron simple y llanamente—“porque no los hay”— (además, uno de ellos hizo un avioncito con la mano). Entonces Lucrecia se incomodó, al tiempo que su familia y los alumnos trataron de calmarla para que no se disparara su presión sanguínea, pero la paradoja de ver tantas pancartas anunciando el producto de la Salud Pública Cubana en franca competencia con las vallas de un estadio de fútbol, sólo le mostraba la realidad de una burda mentira y “pese a digerir la necesidad de pacotilla que tienen los galenos cubanos, los dirigentes debían tener en cuenta que nuestros hospitales no pueden quedar abandonados a la bartola”. Asimismo, tras el desahogo de la doliente, los practicantes les propusieron dirigirse al “Fajardo” recientemente remodelado, y ubicado en las cercanías—por cierto— también recomendaron sus servicios como si fuera el “Merci” de Nueva York. Efectivamente al desembarcar en el cuerpo de guardia, fue abordada por una caterva de estudiantes que pronto la acomodaron en un sillón de ruedas, y la trasladaron a lo largo de la estancia a ritmo de “a Bayamo en coche”. Seguidamente se presentó una doctora, y tras examinarla, impartió una conferencia magistral ilustrando la sintomatología con el semblante de la aquejada, y luego de concretar el diagnostico con su remisión para un neurólogo, también especificó que el turno para dicho experto será concedido para después de 10 días por falta de médicos. A la mañana siguiente Lucrecia partió para su Iglesia Cristiana movida por la necesidad de pedir auxilio al único que podía concedérsela “El Todopoderoso”. Al concluir el encuentro dominical, y mientras conversaba con algunos congregados resultó que dos concurrentes eran médicos fisiatras—y sin ambages— le propusieron aplicarle la terapéutica siempre y cuando, exista la previa valoración de un neurólogo, no obstante, Lucrecia les puso al corriente de sus esfuerzos y frustraciones para conseguir la referida asistencia, y otro hermano que también participaba de las pláticas les ofreció su automóvil, y se apiñaron en su interior para retornar al punto de partida—el frontis del Instituto de Neurología—Antes de abrir la portezuela tomaron sus manos para orar, y trascurridos unos instantes Lucrecia saltó del carro colmada de esa “Fe que mueve montañas” y franqueó el umbral de la clínica sin escuchar los: — ¡compañera!, ¡compañera!— que emitió la recepcionista. Irrumpió en el corredor, y vertiginosamente una bata blanca surgió desde una relumbra que centellaba desde lo profundo del pasillo, y sin poder distinguir el rostro del médico aún eclipsado por las brillas, le preguntó— ¿Usted trabaja aquí?— y él respondió con una sonrisa, mientras examinó su accidente facial, y Lucrecia le ponía al tanto de todas las vicisitudes acontecidas, recibiendo como respuesta la afirmación del déficit de médicos en la instalación—pero yendo al grano—le explicó que su dolencia se trataba en las primeras 48 horas con dexametasona, y el procedimiento propuesto por sus hermanos fisiatras era lo más recomendable para su caso, y luego de despedirse, el galeno fue tragado por el mismo resplandor que lo hizo aparecer.
Tan pronto Lucrecia conquistó los exteriores, elevó su mirada al cielo para exclamar— ¡gloria a Dios!— ¡Aleluya!—por cierto, hoy ya se encuentra recuperada.

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